No sé cuántas veces se fue la luz mientras vivía en el pueblo. Recuerdo, y probablemente esta sea una memoria falsa, semanas enteras con luz apenas ocasional cuyo regreso abrupto sólo servía para quemar electrodomésticos. Si no estoy mal así perdimos al menos un televisor. A veces el calor era tan abrumador que ni siquiera se podía dormir, así que reposaba de espaldas en la cama con los ojos cerrados por horas y rezaba para que la electricidad regresara y el ventilador con ella. Nada me hacía creer tanto en Dios, y odiarlo, como ese calor infernal.