Antes tomaba muchas fotos. No sé por qué dejé de hacerlo. No fue una decisión consciente. Cuando encuentro las fotos que tomaba me agradezco el pequeño esfuerzo de cargar la cámara a todos lados por varios años. Así puedo regresar a los primeros años de la hija y verla de nuevo mientras aprendía a caminar, o comía sus compotas a dos cucharas, o jugaba en la sala del apartamento donde pasamos sus primeros años, en ese otro pueblo del que también nos fuimos. Ahora la veo sentada en el sofá, lee un cómic que sacó de la biblioteca. Me pide silencio cuando le pregunto de qué se trata. A veces me manda lejos. Cada vez tomo menos fotos y nunca cargo la cámara. Está colgada de alguna puerta. En ocasiones la llevo a pasear y al final nunca la saco. Uso el teléfono para eso, pero es un acto distinto, como si no perduraran aunque en algún lugar seguro queden guardadas. Siento que pierdo algo.