A veces me digo, cuando me digo cosas, que más me valdría acostumbrarme al deconcierto. Suena apropiado tras de cuatro décadas de convivencia.
No es algo que se valore como un atributo, esa confusión angustiosa, incómoda. No aparece entre las costumbres más populares de los ejecutivos de éxito. Tampoco puedo decir, desde mi experiencia, que sea una ventaja de ningún tipo. O que brinde una perspectiva reveladora. Si acaso protege de algunas decepciones y modula los malos momentos, pero más que nada por falta de expectativas, no hay estructura para construirlas, y porque dentro del desconcierto cada momento tiene su forma natural y evidente de verse mal.
No hay mucho que se pueda hacer con eso en realidad.