En el parque cerca de la casa hay un prado amplio rodeado de árboles.
El invierno pasado, un grupo de vecinos decidió montar una pista de hielo comunitaria, para los niños.
Durante varios fines de semana los vi trabajar montando un marco de madera e inundando el área con una manguera.
Un hombre en particular visitaba el proyecto cada día, por la mañana. Alguien de mi edad, calculo. Probablemente con varios hijos. Seguro que es de esos papás que se levanta los domingos a las cuatro de la mañana a llevar al hijo de siete años a un partido de hockey de práctica.
Finalmente, hacia inicios de diciembre, parecía que el esfuerzo pagaría. Durante dos días, un fin de semana, hubo juegos y caídas, lo usual. Eso me contaron.
También me contaron que a veces, por la mañana, cuando rociaba la endeble placa de hielo con la manguera, el hombre terminaba cubierto por una capa fina de agua congelada que brillaba bajo el sol ocasional.
Pero al final esos fueron los dos únicos días de ese invierno cuando la pista de hielo fue lo que pretendía ser. El lunes todo se derritió y durante el resto del invierno, pese a los cuidados, pese a la atención, pese al trabajo dedicado de ese señor que nunca perdió la ilusión, la temperatura nunca se mantuvo lo suficientemente estable bajo el nivel requerido para que el hielo persistiera.
Este invierno, que no hay pista, el prado está inundado y una capa de hielo gruesa natural se extiende lentamente a lo largo y ancho del área donde hace un año había un marco esperándola con ansia.