Con el calor vuelven las hormigas. Procuro respetar su presencia. Caminan por toda la casa buscando Dios sabe qué. Comida, de seguro. Aunque a veces me pregunto si habrá algo más. La comida no parece ser suficiente justificación. De pronto quieren decirnos algo.
No sé de dónde vienen las hormigas. Se materializan en cualquier lugar. A veces, mientras escribo, descubro exploradoras en mis brazos o mis manos. Quien nos viera pensaría que salen de mí.
Hace poco vi un documental en Netflix sobre un pangolín. Un señor de mi edad dedica meses (¿años?) a cuidarlo, mientras el animalito suma suficientes kilos de peso para vivir por su propia cuenta. Así sobrelleva el señor (no el pangolín) su crisis de la edad madura. Los pangolines, me enteré en el documental, son esencialmente bípedos, como las gallinas o las personas. Sabía que comían hormigas y termitas, eso sí, pero las escenas donde el pangolín descubre una colonia y la destapa para luego arrasar con lo que parecería ser toda la producción de huevos del año me impresionaron. Por un lado está el pequeño pangolín hambriento, aprendiendo a vivir, todavía a tres o cuatro kilos de distancia del peso requerido. Por otro lado están las hormigas corriendo enloquecidas para rescatar los pocos huevos que sobrevivieron el embate. Algunas, desesperadas, escalan la lengua del pangolín y la asaltan a mordiscos. El pangolín se relame. Es una masacre.
Tal vez por eso permito que las hormigas caminen por la casa, que sean parte de la casa, que sean la promesa temprana del verano, junto a los pájaros afuera con sus nidos y sus dramas, junto al olor a humedad en el aire, todavía incipiente.
“Are there ants in Heaven?”, pregunta una niña a su abuela en el libro que leo. La abuela, tan parecida a la mía, responde secamente “No” mientras juntas aprecian el campo abierto que las rodea de camino al pueblo.